Anatomía de un absurdo: filosofías excluyentes

Hace escasos dos meses, un grupúsculo de estudiantes de filosofía se preguntaba de qué maneras podía crear nuevos espacios en los que hablar de su disciplina que fueran, a un tiempo, accesibles y rigurosos. Pocos días después, estábamos subiendo las escaleras de los estudios de Radio USALpara hacer La Penúltima Palabra por primera vez.

Aquel día, bien arropados tanto por el Decanato de nuestra Facultad como por buena parte de su equipo docente, nos preguntamos si la filosofía interesaba a la gente: ¿Somos quienes hacemos filosofía una panda de raritos que se hacen los interesantes y discuten sobre estupideces o realmente hacemos algo que es útil para la sociedad?

La sociedad nos necesita; y nos necesita en las aulas, en los hogares y en los espacios de toma de decisiones.

Quizá sea un tema incluso repetitivo para una audiencia familiarizada con la filosofía, pues quienes le dedicamos nuestra vida a ella, y a las humanidades o a las artes en general, estamos desgraciadamente acostumbrados a todo tipo de comentarios peyorativos sobre nuestras respectivas disciplinas de conocimiento. Sin embargo, con motivo de este esperado regreso del alumnado de filosofía a Radio USAL, consideramos oportuno reflexionar sobre el tema.

Sentados ya ante los micrófonos, y para sorpresa de los propios guionistas del programa, nuestros estudiantes e invitado habían abandonado las armas: no lanzaron grandes reivindicaciones, ni el habitual discurso cargado de buenos argumentos a favor del valor de las humanidades, sino que hubo, casi exclusivamente, autocrítica: Fue en ese momento en que supimos el rumbo que debía tomar nuestro programa. Por resumirlo, gracias a nuestro primer invitado, el Prof. Jiménez Castaño, si recordamos el estilo de las alegorías de Platón nos lamentaremos de que «si en algún momento la filosofía ha perdido el contacto con la realidad, desde luego no era su espíritu originario».

En efecto, el sabio ateniense, que es descrito por nuestro especialista como «el primer y más grandioso divulgador de la filosofía que ha existido», quiso hacerse entender y buscó presentar su filosofía de forma que la pudiera comprender todo el mundo. Así, con él, nosotros no podemos más que preguntarnos por nuestra relación con la sociedad. ¿Estamos distanciados del resto de ramas del saber?, ¿estamos haciendo una filosofía para élites intelectuales?, ¿dónde reside el sentido y el valor de la actividad filosófica? Se trata de interrogantes complejos, aunque, por fortuna, a veces consiguen mostrar a las nuevas generaciones de estudiantes de filosofía la senda que no se ha de volver a pisar, citando al poeta Antonio Machado.

Quienes nos formamos en la actualidad en esta apasionante disciplina lo hacemos repletos de incertidumbres y baches en el camino. Algunas de esas dificultades que nos encontramos terminan por ser sumamente desesperanzadoras. Y es que superar el imperio de las tecnociencias ―o, en cierto sentido, esa «tecnolatría» a la que aludía nuestro segundo invitado, el Prof. Espinosa Rubio― y de nuestra sociedad de consumo ―fundamentada en la “lógica del beneficio” [1] material― desde el enfoque autocrítico al que estamos obligados no es tarea fácil. A menudo, y por reformular la sabia reflexión de Asunción Ruiz [2], sentimos la obligación de alzar la voz en una sociedad que se comunica a gritos y, en consecuencia, lo hacemos a riesgo de no ser escuchados.

La Penúltima Palabra, por tanto, no puede más que preocuparse por rescatar el importante papel del diálogo y, por encima de todo, de las humanidades y de las artes como condición imprescindible para el progreso. ¿Quién quiere vivir en una sociedad sin valores democráticos? ¿Quién desea los discursos de odio? Sin duda, quienes no conocen nuestra historia, desprecian el valor del otro o idolatran modelos de vida excluyentes. En definitiva: quienes más nos ignoran. La sociedad nos necesita; y nos necesita en las aulas, en los hogares y en los espacios de toma de decisiones. Nos necesita para tener criterio, para ser críticos con aquello que traspasa los límites de lo deseable. Pero, sobre todo, nos necesita cuando hablamos para ser entendidos más allá de las paredes de nuestros despachos.

Con ello, y en la línea de lo que defienden partidarios de la llamada «tercera cultura», hemos de abandonar la anacrónica división entre humanidades y tecnociencias, pues sólo así lograremos una enseñanza ―y una sociedad acorde con ella― a la altura de nuestro siglo, de nuestras preocupaciones, de nuestros retos. Ni las tecnociencias ni las humanidades pueden desarrollarse las unas sin las otras de manera diligente. Lo que está en nuestras manos es el presente y el futuro, y no debemos reducir lo antropológico a una falsa dicotomía: la especie humana es tan tecnocientífica como humanística.

Por reflexionarlo con las acertadas palabras de Adela Cortina, las tecnociencias proporcionan conocimiento exacto ―o de eso presumen―, mientras que las humanidades, que proporcionan conocimiento estricto, trabajan con hechos sin limitarse a ellos, pues «tratan de articularlos desde el sentido, que es la materia inteligible en el mundo humano» [3]. Y sirva nuestro humilde programa como un espacio de diálogo necesario que posibilite a la filosofía acercarse a las personas en clave divulgativa, ya que la única manera de articular la enseñanza y la sociedad del futuro será desde la cooperación entre disciplinas, orientando así la actividad académica a la mejora social efectiva, a la justicia social y a la justicia climática.

Tras todo esto, y por no perder el buen enfoque que lograron nuestros primeros locutores, hagamos autocrítica los y las que hacemos filosofía: ¿A quién nos estamos dirigiendo?, ¿para qué hacemos filosofía?, ¿queremos aportar algo a nuestra sociedad o hacer una filosofía «pura» sin contenido, referentes ni sentido que se quede dentro de las paredes de nuestros edificios?

No son reflexiones vacuas, pues no es inusual, por desgracia, acudir a la conferencia de un ilustre investigador en filosofía y encontrarlo leyendo a toda velocidad un papel recién impreso con su intervención. Esta, por norma general, se lee con el fin de complicar más un discurso ya de por sí complejo o de tratar de camuflar la incapacidad del mal conferenciante para transmitir su estudio con sus propias palabras, es decir, su incapacidad por entenderse y hacerse entender. Menos inusual es, en estos casos, que los propios oyentes, por mucha formación filosófica que tengamos, terminemos por no entender gran cosa y, sobre todo, por pensar: ¡Menudo inútil! Esto es buen ejemplo de la senda que no se ha de volver a pisar.

Así, al hilo de lo anterior, es pertinente recordar que uno de esos «gigantes» de la filosofía, D. José Ortega y Gasset, ya indicaba que «la claridad es la cortesía del filósofo» o, por decirlo en términos más coloquiales empleados por el propio Ortega: el filósofo ha de ser «claro y directo» [4]. Para Gasset, era acuciante el hecho de escribir con el fin de dialogar con un lector de características diversas, debido a que él mismo era plenamente consciente no sólo de lo abstracto, sino también de lo abstruso de cantidad de asuntos filosóficos.

En virtud de lo comentado, y ya por experiencias propias, observamos en cada programa radiofónico cómo esa concisión está muy lejos de toparse con una falta de rigor. Por ello, insistimos en que es posible y, de hecho, indispensable, que el horizonte de sentido de todo discurso filosófico sea buscar que sus reflexiones permeen en todos los públicos, es decir, traducir ―que no simplificar― los distintos filosofemas a un lenguaje inteligible que aúne la profundidad intrínseca de la filosofía con la cercanía propia y un carácter encantador (del latín, ‘incantator’, ‘que cautiva’).

Y es que nuestra actividad carece de sentido sin el diálogo, que aparentemente dominamos pero que no siempre ejercemos. Pues la ultraespecialización y la filosofía hecha por y para nosotros mismos acaba por convertirnos en esa élite de raritos que sirven de poco. ¿Es eso lo que somos? ¿Es eso lo que queremos transmitir? En La Penúltima Palabra, como comprenderán, pensamos que no. En primer lugar, porque la filosofía tiene que ser accesible y para todos y todas ―que no por ello apta para cualquiera, claro está―. En segundo lugar, porque somos útiles para una ciudadanía que debe ser crítica y formarse en el respeto al otro para proteger su bien más preciado: un debate público pluralista que es condición de posibilidad de unas democracias por cuya buena salud nos debemos preocupar. En definitiva, y por encima de todo, dialoguemos, porque si no queremos Estados sin humanidad, no podemos dejar ni que se desprecie a las humanidades ni hacer humanidades sin pensar en la humanidad.

[1] ORDINE, Nuccio, 2019. La utilidad de lo inútil. Manifiesto, 22ª ed., Barcelona: Acantilado, p. 9.

[2] RUIZ, Asunción, 2022. Alerta roja: el campo en silencio y la sociedad a gritos. Aves y Naturaleza, 36. También en: https://seo.org/alerta-roja-el-campo-en-silencio-y-la-sociedad-a-gritos-por-asuncion-ruiz/

[3] CORTINA, Adela, 2021. Ética Cosmopolita. Una apuesta por la cordura en tiempos de pandemia. Barcelona: Paidós. p. 109.

[4] ORTEGA Y GASSET, José, 1964. ¿Qué es filosofía? En: Obras Completas. Madrid: Revista de Occidente. p. 288.

Equipo de La penúltima palabra
Andrés Maldonado López: Coguionista, copresentador, estudiante Grado en Filosofía (USAL), estudiante Grado en Antropología Social y Cultural (UNED). Sergio Sánchez González: Coguionista y copresentador (La Penúltima Palabra), estudiante Grado en Filosofía (USAL). Carlos Flores Sánchez: Coguionista y copresentador (La Penúltima Palabra), estudiante Grado en Filosofía (USAL), estudiante Grado en Ciencias Políticas (UNIR), estudiante Grado en Relaciones Internacionales (UOC).

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