martes, 14 de junio de 2022

MUNDIAL DE ESCRITURA III DIA XIII

 DIA 13 - UNA FRAGANCIA

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Perfume

La fragancia aquella vez era la misma que ahora, Paco Rabanne. Luigi la olió por primera vez en la casa de la zona universitaria en la que su mamá lavaba ropa dos veces por semana. Él solía acompañarla para cargar las bolsas con su ropa limpia. Como se aburría mucho siempre se llevaba un libro distinto para pasar el tiempo. Ese día había elegido una novela policial de Gretel Hutz. Al llegar, ayudó a su madre a cargar el lavarropas y dejó el libro sobre un banquito. Al volver por él no lo encontró. Giró su cabeza y ahí fue que un perfume intenso le envolvió el cerebro. Una hermosa mujer apareció frente a él y lo dejó sin aliento. – ¿Es tuyo? – susurró. – Sí, lo había dejado en ese banquito – replicó indicando con su dedo índice donde estaba el libro. – Yo lo escribí – dijo y se lo devolvió. Algo incrédulo Luigi corroboró la información recién obtenida con la foto en la tapa del libro. Era ella. Desde ese día sus hojas absorbieron de una forma misteriosa el aroma de su creadora y nunca se le fue.

Luis Valverde, “Luigi” como solía decirle su madre de pequeño, era un escritor frustrado, había intentado escribir novelas, poemas y cuentos pero nunca llegó a publicar nada. Sus borradores quedaron guardados en un baúl en el sótano y nunca vieron la luz. Sin embargo, era un asiduo lector. Al irse de la casa materna, logró comprar una casita en el campo y lo primero que compró fue una gran estantería, para llenarla de libros. Amaba el olor a literatura, la habitación de huéspedes era una sala repleta de historias, pisos y pisos de libros. Un sillón antiguo frente a un gran ventanal terminaba de decorar el ambiente preferido de Luis.

Cada dos semanas le traían por correo el pedido de libros que hacía a la biblioteca nacional. Algunos nuevos y otros viejos, muchas generaciones compartían estante. Había creado un sistema de archivo para poder encontrar cuando quisiese cualquier tópico a leer. Durante la mañana se dedicaba al campo y por la tarde le regalaba su tiempo a las historias impregnadas en el papel.

Al jubilarse cumplió su sueño de viajar por el mundo buscando nuevos libros para su colección. Recorrió Europa, Asia y América. Bibliotecas y museos eran sus lugares predilectos. Logró hallazgos impensados a valores irrisorios. Quizás los mercados de pulga fueron su gran acierto, ya que no mucha gente conoce realmente el valor de lo que vende. Historias del siglo pasado, del presente, del futuro, todas tenían lugar en las estanterías de Luis.

Viajó durante dos años, pero nunca era suficiente el material que lograba encontrar para quedarse finalmente disfrutando de sus lecturas en su casa. Durante su viaje a Marruecos, aconsejado por la recepcionista del hotel, visitó un mercado enorme repleto de libros. En un momento de éxtasis, mientras iba eligiendo los tesoros a comprar, fijó su mirada en un objeto en especial. Sobre una antigua mesa ratona, descansaba “El reloj invertido”, de Gretel Hutz. La novela que leía cuando la conoció, esa que ella impregnó con su perfume. Lo tomó y lo abrió en la primera página. Una gota fría recorrió su espalda al sentir una fragancia insoportable, era Paco Rabanne. 

Silvana Girardi

 

MUNDIAL DE ESCRITURA III DIA XII

DIA 12 -TIEMPO

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Vida

Desperté agitada, como todos los días, flotando en el mismo líquido de siempre. Creo que ya me estaba dando un poco de comezón y me sentía incómoda, las paredes se estaban achicando. Aunque había muchas posibilidades de que yo me estuviese agrandando, me habían salido unas cosas alargadas y raras en mis extremidades, también empecé a ver en colores. Unas horas después comencé a sentirme sofocada, algo enojada, y necesitaba encontrar una posición más agradable. Logré darme vuelta y ubicar mi cabeza en un hueco mullido y cálido. Cerré los ojos y empecé a soñar. Una luz blanca y muy fuerte se me incrustaba en el medio del cráneo, no podía ver nada, quedé ciega por unos minutos. Moví mi garganta y salieron unos sonidos que jamás había escuchado. Escuché voces conocidas y otras no tanto. Me asusté y no dejaba de largar alaridos para que me dejaran en paz. Finalmente desperté de ese sueño horrible y abrí los ojos.

Sentí mucho calor, estaba envuelta en unas mantas de una tela extremadamente suave. Cuando pude fijar la vista en un punto, apareció la imagen más hermosa del mundo. Acerqué mis manos hacia la silueta que tenía delante de mí y sentí tranquilidad, como acariciar una nube, aunque nunca haya tocado una. Se me mojaron los dedos y me besaste la frente. Me volví a dormir.

- ¿Pero va a poder hacer vida normal? – le preguntó algo angustiada mi madre al médico. – Por supuesto, sólo que va a crecer más rápido que las demás niñas. – le respondió automáticamente el pediatra. Aún no entendía mucho de lo que hablaban, no habían pasado ni dos meses de ese fatídico día en que vi brillar los ojos de mamá por primera vez.

A la semana ya podía pararme sola y trasladarme desde el sillón del living hasta la mesa ratona. No sabía si eso era algo normal, pero mi madre solía abrazarme por cada paso que daba. Quince días después podía caminar todo el día por la casa. En una de mis aventuras por el sótano, de incógnito, tropecé con una caja llena de platos de porcelana. Me di un golpazo en la rodilla y como la puerta estaba cerrada no me quedó otra que gritar. – ¡Mamá! ¡Me caí! ¡Ayudame por favor! – vociferé casi sin saber que podía hacerlo. A los minutos se abrió la puerta del sótano y entró papá con una mueca de sorpresa viéndome tirada sobre los platos rotos. – Hija, ¿estás bien? – Me preguntó – sí, pero me sangra la rodilla – le contesté y le mostré mi herida. Me alzó y me llevó a la cocina para curarme.

El verano pasó bastante rápido, cinco meses de aquél accidente donde me abrí la rodilla, y ya había llegado el primer día de escuela. Mamá me peinó con dos colitas bien tirantes, una vincha roja y el guardapolvo impoluto. Desayunamos los tres juntos y me llevaron a la puerta de la escuela. Entré entusiasmada al aula y descubrí lo mucho que me aburría escuchar a mi maestra. Todo lo que ella decía yo ya lo sabía. En casa tenía una biblioteca enorme y leía un libro cada día que explicaba lo que me enseñaban luego en clase.

Ya en primavera, luego de mi primer período, mamá me planteó la idea de anotarme en la universidad. Había nacido con alma creativa y bastante inquieta, por lo que decidí estudiar letras. Me inscribí tan entusiasmada, que a la tercera semana de curso había terminado mi primera novela. Eran más de cincuenta páginas de mi cuaderno favorito.

Los árboles ya habían cambiado de color y las calles estaban adornadas con miles de hojas secas que crujían al caminar. El sonido del otoño era casi hipnótico, podía quedarme todo el día viendo llover las hojas y ver los colores que se generaban en el cielo al atardecer. Era tiempo invertido, en cosas hermosas.

La memoria me estaba fallando bastante pero recordaba el aroma que traía el verano. Ese que entraba por la ventana todos los días y me envolvía como en una nube, esa que acaricié cuando nací. El alba traía ese olor a pasto recién cortado, los jazmines que mamá cortaba para mí todos los días largaban un perfume intenso, podía estar el día entero disfrutando su olor.

Los días pasaban cada vez más lento y los días calurosos eran insoportables. Los huesos me dolían, en especial cuando había mucha humedad. Durante esas tormentas veraniegas casi no podía dormir del dolor. La artrosis había avanzado mucho después de escribir mi tercera novela. El otoño pareció llevarse los mejores momentos de mi vida.

Pasé los últimos días del verano postrada en la cama, sólo podía comunicarme con mis padres a través de algunas miradas. Mamá solía leerme mis propios libros para mantenerme conectada con un poco de mi esencia, pero poco a poco, también mis oídos se fueron apagando.

Unos días antes de Navidad abrí los ojos y volví a ver esa silueta parecida a una nube, acerqué mis manos a ella y volví a sentir la misma tranquilidad. Cerré los ojos y me dormí, pero esta vez no los volvería a abrir.

Silvana Girardi

 

MUNDIAL DE ESCRITURA III DIA X

 DIA 10 - REPORTE POLICIAL

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Camino de lágrimas

Abrí los ojos de golpe, el corazón me latió muy fuerte y la transpiración me inundó la cara. Me senté a un costado del catre y me sequé con un trapo sucio que tenía debajo de la almohada. No tenía muchos lujos la habitación veinticuatro, pero podía considerarse de las más grandes y limpias. Cuatro camas cuchetas eran todos los muebles que decoraban la oscura habitación. La verdad no era fácil la vida allí, pero al final del día teníamos un plato de comida y siempre había algo para hacer.

A mis diecisiete años nunca me imaginé que terminaría mis días lavando sábanas mugrientas o limpiando los baños de un reformatorio con un cepillo de dientes, pero muchas veces el destino te tiene preparadas esas jugarretas. Situaciones disfrazadas de encrucijadas, en las que sólo se tiene que elegir la opción correcta para terminar cayendo por el agujero.

De chica vivía con mis padres y mi hermano en una casucha en Lobos, a unos cuantos kilómetros de la ciudad de Buenos Aires. Heredada de mis abuelos, la casa eran cuatro paredes mal revocadas y una chapa. Los días de tormenta teníamos que colocarle piedras al techo para que no lo vuele el viento. Yo tenía nueve y mi hermano cinco cuando finalmente nuestros progenitores decidieron mudarse a Entre Ríos, en busca de una mejor calidad de vida.

Al llegar al lugar prometido, mis padres tuvieron una gran desilusión al verse endeudados y defraudados por el patrón que los había llevado a su campo a trabajar. Nos ubicaron en una casilla aún más pequeña que la anterior y apenas nos daban de comer. Las promesas de un hogar digno y una nueva vida se estaban escapando por las ventanas sin vidrios que rodeaban la casita.

Una noche, después de cenar unos alcauciles que mi padre había guardado celosamente en sus bolsillos durante la cosecha, mamá nos pidió que vayamos a dormir, que al otro día íbamos a ir de paseo, teníamos que estar descansados. Mi hermano hizo caso al instante, pero yo sólo cerré los ojos simulando estar dormida. Escuché que mis padres hablaban de la “solución” y de la desesperación que les causaba estar allí con nosotros dos. ─ No nos queda otra alternativa, no es justo para los chicos esto. ─ dijo mi madre entre lágrimas. ─ ¿Pero eso sí te parece justo? ¡Es inhumano dejarlos tirados en el campo para que alguien los vea! ─ se desencajó mi padre. ─ Pero pensá que si algún tambero o ganadero los ve, les puede dar la vida que nosotros no podemos ─ le contestó ella intentando creer en sus propias palabras. El sueño se apoderó de ambos y se fueron a dormir.

Al otro día despertamos muy temprano, más que de costumbre. Mientras tomábamos unos sorbos de leche recordé la conversación que había escuchado y para mi sorpresa mis padres se disponían a ejecutar su plan. Nos vistieron con las mejores ropas que teníamos y fuimos los cuatro de paseo por el campo. Ellos no emitieron sonido alguno. Empecé a sentir mucho sueño de repente, hacía fuerza para no dormirme, pero finalmente los párpados cedieron y caí como una bolsa de papas.

Un raro aullido me despertó inmediatamente y me levanté de un salto. Algo incrédula aún, miré para todos lados y encontré a Fran desparramado a unos metros. Lo tomé en brazos y lo llevé debajo de un inmenso árbol que parecía ser el único habitante del campo. ─ ¡Papá y mamá nos abandonaron! ¡Nos durmieron y nos tiraron! ─ gritaba desencajada ante el llanto desesperado de mi hermano. ─ Igual quedate tranquilo porque yo no voy a permitir que te pase nada. ─ le dije para que dejara de llorar sin lograrlo.

Ya era de noche y mucho no podíamos hacer asique nos acurrucamos juntos en una de las raíces del árbol y cerramos los ojos. Obvio que no dormí nada y creo que Fran tampoco, seguía lagrimeando.

Al otro día, apenas asomó el sol, nos levantamos algo desgarbados y caminamos durante algunas horas a través del campo por un camino de tierra. Fran no podía parar de llorar y yo no sabía qué hacer para calmarlo. Unos kilómetros después decidí parar bajo la sombra de un cocotero y comimos unas bayas que había encontrado. ─ ¿Qué hacen ahí? ─ escuchamos a lo lejos. ─ Este es mi campo, ¿quiénes son? ¿Dónde están sus padres? ─ nos acorraló a preguntas una silueta que aún no podíamos descifrar. ─ Perdón, estamos solos, nuestros padres nos abandonaron. ─ llegué a decirle con lo último de aliento que me quedaba.

Desperté y ya era de noche. Miré con detenimiento donde estaba. Era una habitación algo lúgubre, con empapelado gastado de flores y una cama enorme. Pronto noté que Fran no estaba, intenté abrir la puerta y no pude, estaba cerrado con llave. El corazón me empezó a latir fuerte y pensé lo peor. Tomé la silla que estaba a un lado de la cama y empecé a golpear la puerta con ella. Logré hacer pedazos el picaporte y salí eyectada de la habitación hacia la sala. Empecé a gritar el nombre de mi hermano hasta quedar casi sin voz y al no tener respuesta el miedo ya había tomado todo mi cuerpo.

Salí de la casa y vi luces en el establo. Corrí desesperada y abrí el portón. Una horrenda mujer con su ropa rasgada y sucia tenía a Fran en brazos y estaba llevándolo hacia un gran horno de barro. ─ ¡¿Cómo saliste?! ─ gritó sorprendida la mujer. ─ ¡Soltá a mi hermano! ¿Qué le vas a hacer? ─ le dije mirando para todos lados buscando un arma para defenderme. ─ ¿Y qué creés que voy a hacer? ¡Asarlo!

Ante mi desesperación por salvar a mi hermano de la loca y hambrienta vieja, me tiré al suelo y encontré una herradura. Sin dudarlo le arrojé el pesado fierro en la cara a la mujer. Dejó caer a Fran al piso para tomarse la cara y logré empujarla hacia la gran boca del horno prendido. Su cuerpo quedó atorado en el horno y las llamas la cubrieron en segundos. Ante la horrible imagen, asustados y ahora sí ambos llorando, corrimos fuera del establo y cerramos el portón. Los alaridos se escucharon toda la noche.

─ ¡Abran! Policía. ─ gritaron los uniformados desde afuera de la casa. Con Fran estábamos sentados en la cocina sin hablar desde hacía unas horas. Decidí abrir la puerta. ─ Por favor, no nos hagan nada. ─ les rogué casi de rodillas. Para sorpresa de los agentes ahí estábamos, ante sus ojos, dos esqueletos parlantes.

Encontraron el cuerpo de la vieja completamente calcinado en el establo y empezaron las preguntas interminables. Les conté con lujo de detalles lo ocurrido y por sus extrañas reacciones nunca llegaron a creerme. Fui imputada y declarada culpable por el crimen de la mujer. Un tiempo después me enteraría que era una habitante legendaria de la ciudad, de alta alcurnia. Sus cabales la habían abandonado unos años antes y vivía confinada, sola, totalmente ida.

Mi hermano fue devuelto a mis padres y yo fui sentenciada a pasar veinte años en una correccional, desde el mismo día en que nos encontraron. Antes de subirnos a la patrulla agarré sin que me vieran lo único que creí de valor en esa casa. Se lo coloqué en el bolsillo a Fran, deseando que aquello cambiara un poco su destino y finalmente me senté a su lado. Nos abrazamos y caímos rendidos de sueño.

Silvana Girardi

 

MUNDIAL DE ESCRITURA III DIA IX

 DIA 9 - FRASES

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Última vuelta

La imagen que me devolvía el espejo no era la misma que recordaba la noche anterior. La ceja cortada, un ojo morado, la nariz hinchada, dos dientes menos y un par de costillas fisuradas, fueron las consecuencias del tremendo susto que nos pegamos ayer. Nunca fui de alterarme por ciertas situaciones, era más bien pacifista, amante de las buenas conversaciones y acaloradas discusiones, pero jamás había vivido algo parecido.

Eran las diez de la mañana, salí de la casa de mamá, casi corriendo, estaba llegando tarde a las clases de yoga. Estaba vestido con un jean azul platinado y una camisa floreada en tonos rojizos. Mi estilo es muy especial, lo reconozco, pero jamás me importó lo que opinaran los demás. Pero ayer, mi “outfit” quedó como una decoración vieja de navidad.

Como no llegaba decidí tomarme el bondi. Llegando a la parada vi a lo lejos que venía. Subí al colectivo y me senté en los asientos de adelante. Unas paradas antes de mi destino, me paré para colocarme cerca de la puerta del medio. Toqué el timbre y esperé a que la puerta se abriera, pero no ocurrió. Volví a tocar el timbre, ahora con algo de ansiedad por bajar. Nada. Me acerqué al chofer y noté a simple vista que iba escuchando música, con los auriculares puestos, con total normalidad y con la vista en la carretera.

Respiré un poco, conté hasta diez y golpeé el vidrio que recubría a quien se encontraba al volante. – ¿Me abrís la puerta? – le pregunté respetuosamente sin levantar la voz. Nada. – ¡Señor, necesito bajar! – vociferé, esta vez sí en voz alta. Nada. La paciencia se me estaba terminando y decidí hacer lo que tendría que haber hecho antes, me puse al lado del vidrio y grité con todas mis fuerzas. Las demás personas ya se estaban impacientando, también querían bajar, además de que era una situación apremiante, no sabíamos si estábamos en una película de acción o simplemente el chofer estaba ido en su mundo.

Golpeé con las dos manos, gritamos al unísono junto a otros pasajeros, le hacíamos señas por todos los espejos, pero no había respuesta. – ¿Que no va a frenar nunca este colectivo? ¿Piensa llevarnos a la casa? – gritaban los ahora prisioneros momentáneos. – ¡Flaco frená por favor! – le pedí por última vez. Sí, por última vez, porque lo que pasó después no lo recuerdo. Desperté en la cama de un hospital cubierto en vendas y sangre, que aún no sabía si era mía o de otra persona.

- Quédese tranquilo, está en la Clínica Santa María. – escuché de lejos que una mujer vestida de blanco me decía al oído. Me volví a dormir, no soñé nada, y desperté finalmente al día siguiente. Abrí los ojos y me alivió encontrar la imagen de mi madre a mi lado. – ¿Qué pasó? – alcancé a preguntar casi sin voz. – Ay, hijo, gracias a Dios estás bien, tuviste un accidente. – me hablaba mamá con algo de lágrimas en sus ojos. Tomé su mano y le dije que se tranquilizara, que me sentía bien. Era mentira, pero no quería verla preocuparse tanto.

Estuve todo el día internado, hasta que las costillas se acomodaron un poco y descartaran cualquier otro golpe interno. Me mandaron a casa con una lista de medicamentos a comprar y que cuidara bien las heridas.

Compré el diario para ver si podía atar algunos cabos sueltos de mi truncada memoria del accidente y encontré la nota completa. Parece que el chofer que manejaba ese colectivo, en el último recorrido del día, tuvo un accidente cerebro vascular. Menuda suerte que tuvimos, la foto de cómo quedó el vehículo daba miedo. Gracias a algunas fuerzas del universo sólo hubo heridos y no víctimas fatales. 

Silvana Girardi